La muerte
¿En qué momento se da uno cuenta de que es la muerte la que, eventualmente, le da un sentido a casi todo lo que uno hace? Es decir, ¿cuándo se da uno cuenta de que es la muerte la que le da sentido a la vida?
En mi caso, creo, fue cuando nació mi hija y pensé, por unos momentos, que su mamá se podía morir. Vi realmente de cerca, por primera vez, lo conmovedor de una nueva vida y lo abrumador que podía ser que alguien muriera cuando no le tocaba. Ambas sensaciones simultáneamente. Pienso ahora que, lo que a mí me abrumaba, es una historia relativamente común en la historia de la humanidad: la madre que muere cuando nace la hija, el hijo; la madre que muere porque nace la hija, el hijo. Creo que alguien dijo que el embarazo, y el parto, eran enfermedades de alto riesgo.
Llevaba una vida en la que casi todas las muertes cercanas habían sido “esperables”, resultados de procesos “normales”. Se murieron los abuelos maternos, y casi no los conocí; se murieron los abuelos paternos, y a esos sí los conocí y fueron muy importantes para mí. Aunque sentí mucha tristeza, algo la alivió la racionalización de sentir que había sido un privilegiado de haber tenido tantos años al abuelo Raúl y a la abuela Mara. De resto, algunos familiares o amigos por algún cáncer largo, una historia tan dolorosa como común.
Había una excepción: cuando tenía 14 años, se murió un gran amigo del colegio, Alejandro Fandiño. Me di cuenta, muchos años después, que la muerte de Fandiño me impactó tanto que no había hablado de eso con casi nadie. Solamente, ya mayor, abandonaba mi silencio imaginando que conversaba con él, casi siempre pidiéndole que me ayudara con alguna cosa.
Es una costumbre, en alguna dificultad, pensar en Raúl, Mara, Alfonso, Pala, Fandiño, Luis Guillermo, todos muertos, y pedirles una ayuda. Eso, y el ángel de la guarda, todas las noches. Me sirven esas costumbres.
Por supuesto, habrá quien diga que como es que la muerte inesperada solamente se volvió intensamente real cuando pensé que iba a ser un padre viudo de una niña huérfana, si había vivido casi toda la vida en Colombia. En Colombia la muerte inesperada ha sido rutina. Ya había contado alguna vez que, de niño, la costumbre era ver el noticiero de las 7 con los papás o con los abuelos, casi siempre esperando a que pasaran en televisión los goles de los partidos que habíamos oído por radio. Y, una vez, en esos noticieros, mostraron una marcha inmensa de españoles protestando por algo que había hecho la guerrilla ETA. Pregunté que qué había hecho esa guerrilla, y me contestaron que había amenazado con poner una bomba. No entendía. ¿Por qué era grave amenazar con poner una bomba en España y en Colombia era normal poner bombas todos los días, con muertos? Así crecimos acá.
Esta idea de la muerte como instancia que organiza todo lo demás se vuelve más evidente durante una pandemia, claro. Pero cada quien transita estos tiempos a su manera, con sus propias historias, sus vivencias más cercanas.
Pienso en la señora -alegre, joven, solidaria, abuela- que sale a montar temprano en bicicleta, el marido de toda la vida que no se despide porque ya la va a ver en un par de horas, en las nietas de otro país que ya casi vienen por fin a conocerla, y en que la vida de esa señora se acaba, en un segundo, en esa bicicleta, en una carretera cualquiera. Pienso en otra señora, que iba a cumplir cien años, y se murió lúcida, pero sin terminar de entender porqué este virus no dejaba que la visitaran más. Pienso en la discusión sobre la eutanasia y ver al perro, un gran amigo de casi toda la vida, que se mueve ya muy difícilmente pero que mantiene el gusto por morder un palo y por acostarse un rato a recibir el sol, ¿cómo se decide que esos gustos ya no justifican los movimientos más difíciles? ¿cómo se decide que una vida ya no vale la pena?
A raíz de su muerte, escuché el libro “El año del pensamiento mágico” de Joan Didion. Desgarrador testimonio. Mueren su marido y su hija en poco tiempo, uno detrás del otro. Y la escritora -recia, racional y aguerrida- vive un largo tiempo pensando en la magia, en la superstición, en los trucos de la mente que le hacen pensar, o sentir, que quizás no se han muerto, que quizás van a volver. Nos aferramos a la magia por instinto, por necesidad. También esta idea de la muerte la he ido tramitando con la serie “This is Us” que me parece una muestra magistral de cómo un conjunto de vidas transcurre, de una forma u otra, alrededor de la muerte del papá de la familia. De la muerte inesperada del papá de la familia.
Terminando estas notas, pienso en Egan Bernal y en el instante previo a que chocara contra un bus. En un instante sucede lo inesperado. Todo se puede acabar tan rápido.
Pero, en algunos casos, vuelve a amanecer, hay otra oportunidad en esta tierra. Entender ese privilegio, no darlo por sentado, será lo que llaman sabiduría.
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