La vida es de 4,000 semanas
Leí esta semana el libro “Cuatro mil semanas. Manejo del tiempo para mortales” de Oliver Burkeman. Bueno, en realidad, lo oí. Quién sabe si es una diferencia relevante o no: desde hace un tiempo, la mayoría de libros no los leo, sino que los oigo. En parte, por un punto que Burkeman resalta: cada vez tenemos más dificultades para estar concentrados en un párrafo escrito. Ante el menor asomo de aburrimiento o de distracción, dejamos el papel y vamos a buscar un mensaje en whatsapp, un nuevo tuit, a tomar una foto del libro para contar en Facebook que lo estábamos leyendo. El problema es que ya no, después de tomar la foto, subirla a Facebook, ya no estamos leyendo el libro. En cambio, oír un libro parece más fácil porque se puede hacer mientras camina con el perro, mientras se baña, mientras va en el bus, mientras maneja el carro. Y también, en mi caso, viendo un partido de fútbol sin volumen. Una autopista de la mente se ocupa en la estimulación visual del partido y otra autopista en la estimulación auditiva del audiolibro. Siempre que pienso en la mente, en el “cerebro”, tengo esta imagen de varias autopistas, no sé cuantas; por algunas van sensaciones conscientes, por otras reflexiones inconscientes. Un laberinto.
En todo caso, salvo por el problema de no poder subrayar y entonces de más dificultad para volver a alguna parte interesante, siempre que oigo un buen libro descubro que recuerdo bastantes ideas. Quizás más que cuando leo en papel. Y, muchas veces, esas ideas terminan asociadas a algunos lugares, acciones que hacía mientras oía un pedazo en particular. Es, entonces, en parte patología – oír el libro por la incapacidad de hacer una sola cosa-, en parte alegría -la vida es mejor con libros, oídos, leídos, como sea-. Cita Burkeman al filósofo francés Pascal que escribió "La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación." Puede ser.
Hace unos años, creo que por ahí cuando cumplí treinta, entendí que la vida que estaba viviendo iba a recorrer muy pocos caminos y que había infinitos que no tomaría. En ese momento, me interesó más esta idea: como pasas las horas es, por supuesto, como pasarás la vida. Escrito ahora parece trivial pero así pasa con todas las verdades, cuando se analizan de para atrás. Y, evidentemente también, una cosa es “saber” algo y otra es “entenderlo”. Yo sabía, seguramente desde muy niño, que la vida implicaba tomar caminos cuando hay más opciones, pero fue en los treintas que entendí, de verdad. Habrá sido la pregunta de si iba a ser papá o no, la destrucción de una rodilla que ya era irreversible, la muerte de los abuelos que parecían inmortales, quién sabe. Pero por esa época, entonces, empecé a buscar por ahí qué había pensado gente inteligente, qué habían hecho líderes espirituales que yo admiraba, sobre ese asunto, el de resolver cómo pasar las horas porque así es que uno pasa la vida.
Esa búsqueda difícilmente tiene solución final. Supongo que solo algunos “iluminados”, o “santos”, o “genios”, han resuelto el asunto de estar en paz con el uso de sus horas y la consciencia que es la suma de esas horas que resulta en una vida. Pero para los demás mortales, esa pregunta es un asunto que vuelve cada cierto tiempo. Quizás no de manera directa, pero síntoma de eso debe ser la primera rebeldía en la adolescencia, la euforia de la adultez temprana, la crisis de la edad media, la ansiedad de sentir cerca la muerte en la vejez.
Andando por ese camino de buscar el conocimiento de otros, para elaborar mi propia respuesta, llegué al libro de Burkeman.
Y valió la pena, no tanto porque dijera algo original, en realidad su libro es una suma de reflexiones ajenas que informaron su interpretación de vivencias propias, sino por su manera de presentar -en un espacio corto-, su conclusión sobre las lecciones más importantes para esta vida breve que tenemos, que en el mejor de los casos será de unas cuatro mil semanas, que son pocas. La idea básica es esta: al estar conscientes de que cuatro mil semanas son finitas mientras las posibilidades para usarlas son infinitas, la mejor opción es hacer las paces con la realidad de que casi nada de lo que queríamos hacer lo vamos a poder a hacer, que seremos pocas cosas de lo que queríamos ser. Y, aunque con un tono que puede ser lúgubre, Burkeman señala el valor de esa realización: al escoger algo, estamos haciendo una afirmación fuerte sobre quienes somos y qué queremos ser. Ahí trae al filósofo Heidegger que, si entendí bien, argumentaba que somos el tiempo que tenemos. Sutil pero profundo, puede que la pregunta de qué hacer con las horas traiga entonces una inconsistencia porque presume que somos algo más que esas horas. No, diría el alemán, somos el tiempo que tenemos. Y a mí me parece que le da sentido a la vida humana la posibilidad de afirmar quién es uno a través del uso que le da al tiempo.
Por ahí hasta los treinta años también, sentía algo que no lograba expresar bien con palabras: que mi vida tenía todas las potencialidades y que algún día, después, las iba a ir concretando. Sería biólogo, matemático, médico, economista, político, escritor, futbolista, papá, casado, soltero, todas las cosas, en algún momento. Por supuesto no hay racionalidad detrás de esa sensación, pero eso no la anulaba. Recuerdo bien el día que entendí lo que ya intuía, que estaba equivocado, que no iba a ser casi nada de todo eso. Fue en un pueblo en Estados Unidos, New Haven, en dónde un día fui a montar en bicicleta con el equipo de la universidad e hicimos un entrenamiento específico de fuerza. Durante ese año, yo había montado bicicleta como nunca antes, pero nunca había pensado en entrenar. Una cosa es montar, otra cosa es entrenar. Volviendo a la casa después del entrenamiento, sentí, y también pensé: “soy un ciclista”. Esto es lo que hacen los ciclistas, montar en bicicleta, entrenar en la bicicleta y organizar una parte de su vida alrededor de eso. Digo que entendí porque fue solo ahí que comprendí que entre todas esas potencialidades que yo sentía que tenía, estaba la de ser “ciclista”, pero que en realidad nunca lo había sido, sino hasta ese día. Un ciclista aficionado, claro, pero ciclista en un sentido relevante para mi mismo y mi vida. Entendí que, para ser ciclista, la única opción era entrenar y montar en bicicleta ya porque, con muy alta probabilidad, no va a haber otro momento para empezar.
Las implicaciones son evidentes: “ser” algo toma tiempo y esfuerzo. Y, como el tiempo y el esfuerzo son finitos, uno puede ser muy pocas cosas, hacer unas cuantas. Al aceptar internamente que esta es la realidad, Burkeman observa que se siguen varias conclusiones: haremos algunas cosas de manera mediocre y el arte está en escoger cuáles serán esas cosas, probablemente sea mejor enfocar el esfuerzo en hacer pocas cosas realmente bien, a casi nadie le importa realmente como usamos nuestro tiempo y, al final, básicamente todo lo que seamos y hagamos, en el tiempo “cósmico”, será irrelevante. Todo esto apunta a una sola dirección, que el lector ya puede imaginar: abrazar nuestra finitud e insignificancia, puede ser lo que se necesita para estar de manera auténtica en el momento presente. Y vale la pena tener la atención puesta en el momento presente, no solo porque la vida es la suma de las horas, sino porque, en palabras de Burkeman, la experiencia final de estar vivo es la suma de las cosas a las que les prestamos atención.
Para cerrar un cliché, la cita de Sócrates, que usa Burkeman y que repito yo: a seguir examinando la vida para que merezca ser vivida.